La otra mirada...

16.8.06

¿Cómo pudimos caer tan bajo?

Hace tiempo que en Argentina no vivimos en democracia. Al menos si, recordando la vieja definición, entendemos a la democracia como el "gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo". Reiteradas veces sostuve que "el pueblo" no existe, que es una entelequia creada por los tiranos de cada época para justificar sus ansias de poder. Lo que existe son los individuos, y el "pueblo" no es otra cosa que el conjunto de individuos que habita un determinado espacio geográfico, por lo que habría modificar la definición de democracia como "el gobierno de los individuos, por los individuos y para los individuos". Hecha la aclaración, podemos simplificar sosteniendo que la democracia es aquel sistema donde los individuos tienen un máximo de autogobierno, un máximo de libertad y un mínimo de intervención del Estado en sus vidas. Una nota definitoria de este sistema es que las decisiones colectivas que ineludiblemente hay que tomar en toda comunidad sean adoptadas por representantes de los individuos, libremente elegidos en elecciones. Es decir, en la democracia los "representantes del pueblo" son meros mandatarios de los electores, que deben seguir sus instrucciones. Un sistema donde los representantes usurpan el poder de los representados y lo utilizan a su antojo, mediante "superpoderes" o "decretos de necesidad y urgencia", donde se dictan leyes contrarias a los derechos y la libertad de los individuos, ciertamente no puede ser denominado democracia. Así estamos en Argentina desde hace un buen tiempo. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Nadie regala lo que le pertenece alegremente para que otros lo utilicen sin ningún control. Sólo una sociedad compuesta de individuos que no saben que es propio y que es ajeno puede consentir la usurpación del poder público por una casta de tiranos. Argentina alguna vez fue un país próspero, con individuos que sabían cuales eran sus derechos, aunque más no sea instintivamente. Sabían que el destino estaba en sus propias manos, y así levantaron ciudades y caminos, industrias y monumentos, sin otra herramienta que el sudor de la frente, sin otro capital que la libertad y el trabajo. Pero pronto empezaron a aparecer escritores y políticos dispuestos a hacer olvidar a los ciudadanos donde estaba el poder, donde residía la fuerza que promueve el progreso. Primero, cuando empezaron a surgir algunas dificultades propias de toda sociedad dinámica y en crecimiento, ellos procuraron poner las culpas en factores externos: los extranjeros, el comunismo, el sionismo, el capitalismo internacional, el imperialismo y una larga lista de etcéteras. Una vez que lograron convencer a los argentinos de que no eran responsables de su propia desgracia, una vez que lograron que se pierda toda noción de responsabilidad, se empezó con la tarea de destruir los cimientos de la dignidad individual. Se comenzó a enseñar que la riqueza no es fruto del esfuerzo, sino del despojo del prójimo. Se ejemplificó despojando a unos y repartiendo a otros, y se mostró al humilde que todo lo que tenía se lo debía al líder que llevaba a cabo el latrocinio. Pronto se forjó una sociedad de individuos sin autoestima, que creen que nada valen, que nada pueden hacer de sus vidas por si mismos, pero que tampoco son responsables de sus desgracias. Una sociedad de mansos corderos que esperan un pastor que guíe el rebaño. El fácil ver la verdad de este aserto. El argentino nunca se siente responsable de nada. Si una junta militar se convierte en amo y señor de la república y asesina a miles de compatriotas, debió haber llegado en un plato volador. Si la pobreza se multiplica en cada rincón del país, la maldad de alguna potencia extranjera debe de tener la culpa. Incluso si la selección argentina pierde un partido de fútbol, la culpa ha de ser del árbitro o de una conspiración de la FIFA. El argentino es bueno e indolente por naturaleza, y jamás tiene la culpa de nada. Pero así como el argentino no tiene culpas, tampoco tiene méritos. Es mero títere del destino, humilde servidor de una voluntad superior. En Argentina los grandes logros jamás se atribuyen al esfuerzo de las personas, sino a la gracia de los gobiernos. Si se multiplican las industrias y el empleo, ello no se vincula al esfuerzo de miles de emprendedores, sino a la visión prodigiosa del estadista. Así estamos, hemos perdido toda noción de responsabilidad y toda noción de dignidad. No nos creemos capaces de tomar decisiones por nuestra propia cuenta. Respiraríamos satisfechos si papá gobierno nos dijera a la mañana si peinarnos con la raya al medio, o nos avisara cuándo sacar los fideos del fuego. Lo consideraríamos propio de un gobierno preocupado por el "bienestar general" y no un acto despótico de intromisión en la vida de los individuos. En este estado de resignación y complacencia generalizadas, con esta falta de conciencia del propio derecho y desconsideración por la propia libertad, con esta absoluta falta de amor propio, no es extraño que los argentinos miremos para otro lado cuando un par de iluminados nos mienten descaradamente robándonos lo que es nuestro y diciéndonos que lo hacen en nuestro propio beneficio.

3.8.06

Bailando en el Titanic

En la fría noche el Titanic avanza hacia la tragedia. Algunos marineros intentan avisar al capitán que han divisado un iceberg, que el peligro de colisión es grande, pero que puede evitarse modificando el rumbo.
El capitán, en medio del fastuoso baile en el salón principal, les reclama que se callen, que no alarmen al pasaje con sus pronósticos, que él conoce los peligros del trayecto y que sabiamente guiará el barco a buen puerto.
Mucho antes de que la colisión sea inminente, empiezan a advertirse señales de que algo anda mal.
Empieza a fallar el suministro eléctrico, debido a la falta de combustible. Ya algunos ingenieros habían advertido antes de zarpar que si no se liberaban sus precios, no habría combustible suficiente para completar la travesía: nadie estaría dispuesto a suministrarlo a pérdida. Ante los primeros bajones de tensión, el Capitán prefiere adquirir combustible de otros buques a tres veces el precio al que podrían producirlo sus propios ingenieros, antes que admitir su error. La compra se financia con la venta subrepticia de parte del equipaje, que va a engrosar las arcas de algunos capitanes que ejercen la tiranía sobre su propia tripulación. Así y todo, los apagones en el Titanic se tornan cada vez más frecuentes, y ante la alarma de los viajeros, el Capitán elude su responsabilidad aduciendo que los desperfectos se deben a la picardía de algunos saboteadores, a los que pronto encontrará y les impondrá castigo. La mujer del Capitán ordena que se reanude la fiesta, que se suba el volumen de la música, se sirvan nuevos manjares y se doble la potencia de las máquinas. El pasaje continúa los festejos, disfruta del baile y mira desconfiado a los marineros que pretenden aguar la fiesta con sus negros augurios.
Un rato más tarde, los pasajeros de la tercera clase comienzan a advertir que, por falta de mantenimiento (el dinero destinado a esos fines se dedicó a financiar la fiesta en la cubierta principal), el agua comienza a filtrarse por el casco. Enterado de la creciente preocupación de los viajeros de la clase económica, el Capitán manda a robar bienes de los camarotes de primera clase y los reparte entre los ocupantes de los niveles inferiores del buque para que permanezcan en calma.
Horas más tarde el desastre se torna inevitable, no sólo el iceberg está demasiado cerca, sino que las máquinas colapsan y barco comienza a inundarse por las filtraciones del casco, por lo que modificar el rumbo es ya imposible.
Al advertir la situación, los pasajeros finalmente toman conciencia de la irresponsabilidad del capitán, toman nota del saqueo de sus camarotes, y salen a buscar a los responsables del inminente desastre.
Es en vano, puesto que el Capitán, su esposa y los principales oficiales hace tiempo que han abandonado el barco en los botes salvavidas.

14.6.06

¿Y si privatizamos el Riachuelo?

Gracias al caso de las plantas de celulosa de Fray Bentos, la causa ambientalista está nuevamente en boga. Como era difícil seguir viendo la paja en el ojo ajeno sin advertir la viga en el propio, en las últimas semanas hubo un reverdecimiento de la atención periodística sobre la tremenda contaminación que afecta al Riachuelo. De pronto nos acordamos de que, sin necesidad de viajar a las costas entrerrianas, podemos tener una muestra cabal de las nefastas consecuencias de la contaminación ambiental a apenas unos minutos de la Casa Rosada. La contaminación del Riachuelo es tan antigua como vergonzante. Ya en los albores de la Organización Nacional se había advertido el peligro que corría la población ribereña como consecuencia de esa verdadera fuente de "infección y enfermedades" abierta al sur de la ciudad de Buenos Aires. Desde entonces, es mucho lo que se ha prometido y muy poco lo que se ha hecho en relación al saneamiento de esa cuenca hídrica. Pero ante todo, ¿por qué se ha llegado a una situación de semejante gravedad? A mi entender, la contaminación del Riachuelo y otros ríos como el Matanza y el Reconquista, es un claro ejemplo de lo que se conoce como "la tragedia de los comunes". El problema es que, como el Riachuelo es un bien de propiedad estatal, los perjuicios de su utilización desaprensiva son económicamente soportados por toda la comunidad, en tanto que los beneficios son apropiados por los particulares. Es decir, las industrias que vierten sus desechos en el río no deben afrontar por ello pagos proporcionales al daño causado, mientras que el ahorro de no utilizar medios de tratamiento de efluentes redunda en beneficio exclusivo de los contaminadores. En este sistema de costos públicos y beneficios privados, el incentivo para la sobreutilización del recurso fluvial es evidente, y tiene como resultado una contaminación muy superior a la que existiría de tener cada industria que afrontar un pago por la utilización del río. La explotación es además ineficiente, puesto que el costo (social) de la contaminación es con toda seguridad superior al beneficio neto obtenido por las actividades contaminantes. Por ser el río propiedad de todos (y de nadie a la vez), en definitiva es la comunidad en su conjunto la que está subsidiando con la pérdida de su calidad de vida a las empresas que pueden darse el lujo de contaminar gratis. ¿Cómo puede salirse de esta situación? Creo que el Estado ha demostrado su absoluta ineficacia para promover una utilización racional del Riachuelo, que la torne compatible con estándares mínimos de conservación ambiental. Por un lado, al no estar la remuneración de los funcionarios públicos directamente vinculada con la obtención de algún resultado concreto en su gestión, estos no tienen otro incentivo que su propia conciencia del deber (que es un elemento contingente y voluble en la psiquis humana) para hacer cumplir las normas. Por otra parte, al no existir "precios" para la contaminación y la salud de los ciudadanos, el Estado carece de mecanismos para determinar el nivel adecuado de utilización del rio. Aunque resulte una propuesta sumamente impopular para este momento histórico, una solución posible pasa, a mi entender, por la privatización de la gestión del Riachuelo. El sistema podría funcionar del siguiente modo: El Estado da en concesión, por un período lo suficientemente prolongado, la gestión del Riachuelo. La empresa gerenciadora tendría como ingresos los pagos cobrados a las industrias instaladas por utilizar "cupos" de contaminación. Asimismo, podría cobrar a otras entidades (tales como clubes náuticos) un cánon a cambio de asegurar la existencia de un caudal hídrico de determinada calidad, que permita el desarrollo de sus actividades, y tal vez cobrar un "peaje" a empresas de transporte fluvial a cambio de mantener el río en condiciones de navegabilidad. Por su parte, la empresa gerenciadora debería pagar un cánon al Estado por la explotación del río, que podría ser proporcional a los niveles de contaminación alcanzados (a menor contaminación menor cánon y viceversa). El sistema incentivaría a las industrias a tratar los efluentes de modo más eficiente, puesto que ello reduciría los pagos a afrontar en concepto de cuota de contaminación, al tiempo que aseguraría la utilización del río sólo por aquellas industrias capaces de producir bienes con un valor mayor al daño ocasionado al ambiente. De este modo, la contaminación se reduciría a límites socialmente eficientes. Por otra parte, la empresa gerenciadora estaría incentivada a hacer cumplir los cupos de contaminación, puesto que de ello dependería la reducción sustancial de sus costos. Por otra parte, a medida que se reduzca la contaminación del río podrían aumentar los ingresos por usos alternativos del río, tales como recreación, turismo, provisión de agua a compañias potabilizadoras, navegación, etc. Finalmente, los gobiernos involucrados tendrían incentivos para ser sumamente estrictos al verificar el cumplimiento de las obligaciones contractuales de la gerenciadora en cuanto a niveles de contaminación, puesto que estaría en juego una reducción de sus ingresos. En definitiva, si bien soy consciente de que por el momento una propuesta como la descripta es absolutamente inviable desde la perspectiva política, creo que cualquier persona realmente interesada en preservar la calidad de vida de los vecinos del sur de la Ciudad de Buenos Aires y el conurbano bonaerense debería considerarla seriamente y analizarla con detenimiento. Probablemente la privatización de la gestión hídrica sea sólo recomendable para ríos utilizados intensivamente como "vertedero" industrial, y no sea más eficiente que la gestión estatal para ríos con una explotación menos intensiva. Lo que es seguro es que es momento de buscar soluciones originales al problema de la contaminación hídrica, en vista al largo historial de fracasos del Estado en su prevención.

20.5.06

La doble moral de Latinoamérica Por Diego H. Goldman Puestos a analizar las causas del fracaso de Latinoamérica para consolidar instituciones sociales estables y lograr un desarrollo económico sostenido que la saque de décadas de atraso y pobreza, no son pocos los que asignan un papel preponderante a ciertos factores culturales característicos de las sociedades latinoamericanas que las hacen particularmente propensas al autoritarismo y el subdesarrollo. Se ha argumentado que la cultura heredada de la colonia española posee fuertes componentes autoritarios, vinculados al poder absoluto de la corona y el modo despótico en que gobernaron los virreyes, así como una moral contraria a la superación individual y la acumulación de riquezas, aspectos profundamente enraizados con la tradición católica y conservadora. Creo que hay mucho de cierto en estas hipótesis. Es innegable que la población latinoamericana, y muy particularmente sus elites gobernantes, sienten y han sentido una singular fascinación por el boato militarista y los líderes mesiánicos, al tiempo que reniegan, al menos en público, de la propiedad privada y la iniciativa individual. En Latinoamérica se considera poco menos que un insulto decir que alguien persigue el éxito económico, en tanto que se estima como ejemplos de virtud a quienes dicen perseguir “el supremo interés del pueblo”. No es casual, en este sentido, el endiosamiento de asesinos despiadados como el “Che” Guevara, que regaron el continente de sangre en búsqueda de la utopía colectivista, la reivindicación de los nacionalismos, la búsqueda de la “identidad” latinoamericana y, en general, el ensalzamiento de la colectividad y el desprecio por lo individual. Con todo, no creo que esa sea la “única” realidad de Latinoamérica. Por el contrario, la experiencia demuestra que los latinoamericanos, en su actividad privada, son tan propensos a la superación individual como cualquier otra sociedad. Resultan particularmente interesantes al respecto las investigaciones del Instituto Libertad y Democracia del Perú, que han demostrado que, en los asentamientos urbanos ilegales de Lima (y con seguridad lo mismo pasa en el resto del continente), las personas tratan de delimitar derechos de propiedad privada y sistemas paralegales que los protejan. No es menos notable la existencia de un sector económico informal, donde millones de latinoamericanos intercambian bienes y servicios, y crean normas consuetudinarias que regulan sus actividades y solucionan sus controversias. Otro ejemplo interesante de aceptación “popular” de instituciones como la propiedad privada y el mercado libre se presentó en la Argentina durante la crisis de fines de 2001 y principios de 2002. En medio del alto desempleo y la recesión, muchas personas se dieron cuenta de que, pese a carecer de “liquidez”, no habían perdido la capacidad de producir bienes y servicios útiles a sus semejantes. Ante tal situación, y lejos de adoptar soluciones colectivistas de corte socialista, afloraron espontáneamente “clubes del trueque”, donde las personas intercambiaban bienes y servicios en condiciones de mercado libre y con normas extralegales propias, que delimitaban derechos de propiedad y posibilitaban las transacciones. En lo peor de la crisis el sistema llegó a tener un gran éxito, inclusive con la aparición de una moneda propia absolutamente privada (los “créditos” o “arbolitos”), y permitió obtener medios de vida a varios miles de personas. El posterior fracaso del sistema se debió más a la pérdida de confianza en la moneda y la recuperación de la economía formal, que al rechazo de la gente por las instituciones capitalistas. Lo interesante del caso es que permitió demostrar la viabilidad de un sistema de moneda e intercambios privados sin intervención gubernamental. Es decir, bajo la superficie de un sistema legal excesivamente rígido y paternalista se desarrolla un sistema informal dinámico caracterizado por el respeto de los derechos de propiedad y la iniciativa individual, es decir, las bases de lo que en otras sociedades ha engendrado un capitalismo próspero y riquezas generalizadas. Una explicación plausible del fracaso latinoamericano debería, a mi entender, conjugar estos patrones culturales contradictorios. La paradoja latinoamericana es, en buena parte, rechazar en la teoría la libertad y la iniciativa que se ejercen en la práctica. A mi entender, existe en Latinoamérica una “moral pública” que lleva a las personas a declamar su rechazo al individualismo y las instituciones liberales como el mercado y la propiedad privada, probablemente heredada de la prédica eclesiástica de la época de la colonia y del absolutismo con que la corona española manejo sus asuntos en América desde la conquista. En el siglo XX, a ese antecedente cultural se sumó la irrupción de ciertas corrientes filosóficas altamente antiindividualistas y autoritarias introducidas por ciertas elites educadas en Europa, como el nacionalismo fascista, el comunismo y, más tarde, el socialismo revolucionario. Esas ideas han generado una suerte de “super yo” colectivo, que hace que muchos latinoamericanos expresen en público (y muchas veces se crean sinceramente convencidos) su rechazo a la libertada individual y la persecución del lucro, y adhieran a ideales populistas y “solidaristas”, en el fondo, por el temor a ser rechazados por sus pares. Esto explica en parte, a mi entender, la gran adhesión que han logrado todo tipo de políticos populistas, demagogos, autoritarios y esencialmente corruptos, que disfrazan su verdadera naturaleza apelando a ideas tales como la “solidaridad”, “el interés del pueblo” y la “suprema voluntad de la Nación”, cuando en realidad lo que buscan es la suma del poder público, el silenciamiento de la oposición y la consecución de riquezas para si y sus amigos, mediante la expoliación legal de la población y la restricción de la competencia. Sin embargo, como los ejemplos lo demuestran, en la intimidad de su hogar, lo que realmente quiere la mayoría de las personas en Latinoamérica (y en cualquier lugar del mundo) es el bienestar para si y para su círculo afectivo mediante el trabajo decente, el respeto de sus derechos y su libertad de elección y que el gobierno intervenga lo menos posible en su vida. El gran drama de Latinoamérica es la existencia de una “moral pública” autoritaria e hipócrita, que impide decir en público lo que se piensa y hace en privado, que obliga a rechazar la libertad que en realidad tanto se anhela.
El día que seamos capaces de derribar el muro de hipocresía que nos rodea, empezaremos a salir del laberinto en que nos encontramos.

11.5.06

El curso del conflicto

El conflicto generado entre Argentina y Uruguay a raíz de la instalación de dos plantas elaboradoras de celulosa en la vecina costa del Río Uruguay, se está agravando por la falta de diálogo al más alto nivel de ambas naciones. Los ciudadanos uruguayos y argentinos no podemos permitir que la relación entre dos países hermanos como los nuestros, con tantos lazos geográficos, históricos, culturales y económicos, se vea deteriorada por la falta de voluntad de encontrar una solución racional al problema, debido a cuestiones políticas internas de cada país.La forma en que las fábricas afectarán los recursos compartidos entre ambos países, es un tema a evaluar en forma técnica por parte de expertos objetivos. También es de esperar que esta nueva conciencia ecológica verificada en la Argentina se aplique para controlar tantas otras fuentes de contaminación que provienen de nuestro propio territorio. Entre el “no a las papeleras”, que eliminaría la posibilidad de crear fuentes de trabajo, e ignorar las preocupaciones de los habitantes afectados, hay un rango de soluciones que sólo se pueden lograr por el diálogo y negociación, que no significa resignar la defensa de los intereses nacionales sino, por el contrario, crear un marco para defenderlos sin perder de vista la importancia de la relación entre ambos países. Los únicos que pueden sustentar este marco son los presidentes de ambas naciones, quienes son responsables por las relaciones internacionales. Por otra parte, ni la defensa del medio ambiente, ni la búsqueda de inversiones son intereses excluyentes a cada margen del río, ni el derecho está de un solo lado, como pretende Kirchner. El camino a una solución Si el presidente Vázquez tiene elementos suficientes para estar convencido de los controles ambientales de las fábricas, el darlos a publicidad o someterlos a una evaluación imparcial quitará argumentos a quienes en la Argentina aseguran que no tiene voluntad de proteger el medio ambiente. Cuando el presidente Kirchner haga cumplir la ley y sencillamente no permita los cortes de rutas internacionales, también le quitará argumentos a la oposición uruguaya que limita las posibilidades de su presidente de ceder ante los reclamos ambientales. Estas voluntades negociadoras que requerimos de nuestros gobernantes no deberían estar contaminadas por exigencias extremas de un interés económico que ignore el medio ambiente, pero tampoco por un fundamentalismo que se olvide de las necesidades de desarrollo económico. Las posiciones extremas Uruguay no va a abandonar un proyecto en el que viene invirtiendo desde hace muchos años, y en el que su país ya está comprometido. Esto significa que los cortes de puentes de quienes quieren que las papeleras simplemente no se instalen, sólo van a lograr un aumento de las divisiones sin avanzar en nada y, por el contrario, destruyendo también los puentes de amistad que declaman pero no valoran. Una negociación puede lograr un compromiso de control de la contaminación, a pesar de la resistencia que el presidente Vázquez pueda encontrar en su oposición y en las empresas. Un reclamo intransigente pone en peligro la amistad de dos pueblos con tantas similitudes que es difícil encontrar razones para que tengan que estar enemistados. ¿Qué moviliza estas posiciones duras? Hay sectores en ambas márgenes que boicotean todo tipo de acuerdo, debido a intereses económicos o políticos. Dada la falta de definición inicial por parte del presidente Kirchner, el gobernador entrerriano Busti había acompañado los cortes, que luego tuvo que criticar ante la posición del gobierno nacional, que tardíamente habló en desacuerdo con los cortes pero faltó a su obligación de permitir el libre tránsito internacional. Mientras no se vea obligado a asumirla, elude su responsabilidad. En un discurso se había mostrado tan ajeno al problema que prometía dar “una mano”, sólo si se la pedían. En Chile hubo una esperanza. Bachelet y Lagos se habían reunido con Evo Morales, a pesar de la historia traumática entre sus países. Dieron el ejemplo. Finalmente se encontraron Néstor Kirchner y Tabaré Vázquez, anunciando un acuerdo que parecía razonable: Parar la construcción de las plantas por 90 días a cambio del cese de los cortes por el mismo período mientras se analizaba el problema ambiental. El acuerdo no resistió la negativa de una de las empresas a parar por más de diez días. Ni Vázquez intentó convencerla, ni Kirchner arriesgó sentarse a una mesa sin tener asegurado el éxito. Cada uno culpó al otro del fracaso, pero por un lado, ambos cometieron primero el error de ignorar el problema mucho tiempo, y después el de no intentar lo suficiente una solución. Kirchner dejó las negociaciones antes de empezar, anunciando recurrir a La Haya, que no promete decisiones rápidas, y se acordó de darle carácter nacional al conflicto sólo para ponerse frente de la protesta regional con el acto del corsódromo de Gualeguaychú. Amenaza a la que Uruguay respondió con promesas de su propio acto de respaldo en Fray Bentos. Kirchner fue al núcleo de la protesta más intransigente con mucho apoyo político para terminar dejando un mensaje más moderado que el “No a las papeleras”de los anfitriones. Pero desde la margen opuesta la percepción de esa ambigüedad presidencial se desdibuja, y sólo se puede ver como una provocación que, lanzada desde la política nacional, no afecta a las decisiones de Uruguay sino estimulando una mayor intransigencia y alejando una solución. En lo diplomático, se buscó apoyo externo en lugar de diálogo entre las partes afectadas. Kirchner buscando apoyo de Lula, y Tabaré respaldo de Bush. Se amenaza la integridad del Mercosur, del que tanto se vanagloriaron en la Cumbre de las Américas en Mar del Plata, y desde el exterior, en EEUU y en la Unión Europea, se ve una Latinoamérica dividida no sólo por este sino por otros recientes acontecimientos. Se necesita un acuerdo y esto exige decisión política y liderazgo por parte de los presidentes para lograrlo. Defendamos la hermandad rioplatense. Si los gobiernos no lo hacen, reclamémoslo los ciudadanos y las asociaciones civiles de ambos países. Los pueblos uruguayo y argentino, hermanos en tantos aspectos aunque podamos tener diferencias en nuestra visión de este conflicto, recordemos la historia compartida, el origen y la cultura en común, las relaciones comerciales, las diferencias que ya hemos logrado superar en otros tiempos, y no dejemos que el río que hasta ahora nos unió hoy nos separe. Lo que tenemos en común está por encima de las diferencias e intereses políticos. Y demostrárselo a nuestros gobernantes, a los intereses sectoriales, políticos y económicos. Apoye la iniciativa de reafirmación de la hermandad entre uruguayos y argentinos y la defensa de un Mercosur para el bien de todos sus integrantes. Adhiera y dé su opinión mediante su mensaje en el blog Pensando Argentina.

7.5.06

La legislación laboral y los juegos Por Diego H. Goldman Los latinoamericanos en general, y los argentinos en particular, estamos acostumbrados a pensar las interacciones sociales como “juegos de suma cero” donde uno gana lo que el otro pierde. Ejemplos hay miles. Desde la idea de que todo aquel que ha logrado enriquecerse lo ha hecho a costa de los demás, hasta la existencia de poderosos lobbys industriales que buscan beneficios sectoriales a costa de la competencia y los consumidores. Lo trágico es que estos juegos de “suma cero” habitualmente se terminan convirtiendo en juegos de “suma negativa”: por buscar beneficiarme a costa del prójimo en lugar de cooperar con él, usualmente ambos terminaremos en una posición peor de aquella en que estaríamos de haber cooperado. Un ejemplo paradigmático del predominio de esta mentalidad perniciosa es el ámbito de las políticas laborales. Tradicionalmente, tanto los sindicatos como sus ideólogos populistas han entendido que la única forma de obtener mejoras en la situación de los trabajadores es “arrancando” las mismas del patrimonio de los empleadores. Así se generó una innumerable cantidad de obligaciones que limitan la libertad de los empresarios, tales como el establecimiento de altas indemnizaciones por despido, pesados impuestos al trabajo y aportes obligatorios a sindicatos y obras sociales, restricciones a la facultad de despedir empleados y ordenar los factores productivos, etc. ¿Cuál ha sido el resultado de estas políticas? A grandes rasgos, el aumento del desempleo, la explosión del trabajo informal, la pérdida de productividad de las empresas y la caída de los salarios reales. Después de más de ochenta años de políticas laborales supuestamente favorables a los obreros, probablemente los trabajadores estén actualmente peor, comparativamente hablando, que los trabajadores que no gozaban de los privilegios que hoy les concede la legislación laboral, al menos si dejamos de lado los beneficios que la innovación tecnológica ha traído en ese lapso en cuanto a las condiciones de trabajo y la vida en general. Por otra parte, la rigurosa legislación laboral ha quitado competitividad preponderantemente a las empresas pequeñas, que son las más perjudicadas al no poder “autoasegurarse” contra eventuales juicios de sus trabajadores, ni poder afrontar, en ocasiones, el costo que supone adecuar su funcionamiento a la legislación vigente. Está claro que es mucho menos gravoso afrontar una indemnización por despido a una gran empresa, la cual tiene la posibilidad de adoptar previsiones para afrontar dichos riesgos, que a una pequeña empresa, que incluso puede llegar a la quiebra en dicha situación. La legislación laboral dura no ha llevado a otra cosa que a una mayor concentración de la economía, mayores niveles de desempleo, menor movilidad social, pérdida del poder adquisitivo de los salarios (puesto que los mayores costos que impone la legislación son en definitiva reflejados por el mayor precio de los productos que las empresas venden a esos mismos trabajadores) y un sinnúmero de otras consecuencias negativas que resultaría ocioso mencionar. ¿Cómo se sale de este verdadero circulo vicioso? Sería muy pedante de mi parte dar una respuesta precisa. Pero lo cierto es que no necesariamente la solución pasa por “desproteger” a los trabajadores. Pueden existir soluciones donde la flexibilización de la legislación laboral esté acompañada de un mantenimiento de ciertos privilegios para los trabajadores. Si bien tal vez no serían soluciones “óptimas” en términos de eficiencia económica, al menos serían soluciones de “segundo mejor” con viabilidad política. Un ejemplo que se me ocurre es crear “seguros de despido” que liberen a los empleadores de afrontar con su patrimonio los costos de las indemnizaciones por despidos, y les liberen las manos para adecuar su organización productiva a las circunstancias del mercado, sin por ello empeorar la situación de los trabajadores de modo dramático. Con una adecuación de la legislación laboral a efectos de tornarla previsible, podrían llegar a asegurarse, por empresas privadas, el riesgo de afrontar una indemnización por despido. Dada esta última situación, la compañía de seguros afrontaría el pago de la indemnización al trabajador, a cambio de una prima establecida en función de los correspondientes cálculos actuariales. Un sistema así, a mi criterio, aliviaría la situación de muchas pequeñas empresas que no pueden asumir los costos de una indemnización (a diferencia de empresas mayores que pueden “autoasegurarse” mediante previsiones contables), favorecería la incorporación de nuevos empleados y fomentaría la competencia. Claramente el tema debe ser estudiado con mayor cuidado. A lo que apunto es a que pueden existir, en el ámbito de la legislación laboral, soluciones de “suma positiva”, donde todas las partes (y la sociedad en su conjunto) puedan salir beneficiadas. Pensar nuevas soluciones a viejos problemas es parte de un cambio de mentalidad que la Argentina está necesitando imperiosamente hace rato.

5.5.06

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Democracia y Universidad

El Encuentro de Juventudes Políticas expresa su total desacuerdo con quienes conducen la Federación Universitaria de Buenos Aires, ya que pese a arrogarse la defensa de la Universidad y los Derechos Humanos, los métodos utilizados pueden ser fácilmente tachados de antidemocráticos e inconstitucionales. El EnJuPo no pretende defender la candidatura del Dr. Atilio Alterini, pero sí los principios democráticos. Se puede o no coincidir con la ideología o pensamiento del actual Decano de la Facultad de Derecho, pero no puede ponerse a una de las más importantes instituciones educativas del país en esta situación de violencia en que se encuentra inmersa. Levantando las banderas de la defensa de la democracia y las instituciones, hacemos un llamamiento a los actores políticos involucrados, al diálogo adulto y al consenso, por el bien de la Universidad y el estudiantado; asimismo, queremos solidarizarnos con quienes tienen la responsabilidad de llevar adelante la Asamblea Universitaria. Carolina Estebarena Secretaria Ejecutiva cestebarena@gmail.com Lucas Ariel Pereyra Secretario Administrativo lucasjdc@yahoo.com.ar Integran el EnJuPo representantes de las Juventudes de Acción por la República, Compromiso para el Cambio, Movimiento de Integración y Desarrollo, Partido Demócrata Cristiano, Partido Demócrata Progresista, Partido Federal, PNC-UNIR, Recrear, Unión por Todos y la Juventud Radical.